Cada vez que un suceso polémico se adentra en la política y la sociedad española, los políticos nos piden -y casi nos exigen- que confiemos en la justicia. Y tienen más razón que un santo, ya que si aquí cada hijo de vecino se siente libre de faltar al respeto a la justicia española de forma gratuita, no sólo estaremos dejando de legitimar la profesionalidad de los jueces, sino que además estaremos entrando en una etapa de rebeldía social que quizá -y sólo quizá- pueda acabar en algo peligroso.

Pero claro, es que a veces es difícil confiar en la justicia. ¿Qué va a hacer uno cuando se encuentra con que ha perdido un juicio cuyo juez es amigo personal y accionista en una empresa de su demandado? ¿Qué va a hacer uno cuando ve dictar sentencia a un juez cuya ideología no sólo es evidente, sino que además está talibanizada? ¿Qué va a hacer uno cuando ve a un juez cuyas sentencias han sido derogadas una y otra vez por anticonstitucionales? Y, sobre todo, ¿qué va a hacer uno cuando ve que a los jueces del Tribunal Supremo los eligen los propios partidos? ¿Qué va a hacer uno cuando ve a los partidos pidiendo respeto para los jueces cuando ellos son los primeros que difaman a diario?

Francamente, los ciudadanos somos los que -de entrada- más creen en la justicia, por aquello de nuestra inocencia. Pero cada día que pasa, entre unos y otros nos lo ponen más difícil para que sigamos creyendo.

Y es que la confianza y el respeto pueden ser conditiones sine quas non, pero también hay que ganárselas.