Esta semana las productoras de televisión han lanzado la voz de alarma: muchas podrían cerrar el próximo año por la inestabilidad del sector y por el previsible recorte económico en los presupuestos de las cadenas públicas. El grito de pánico se une al del sector de la prensa y al de tantos otros sectores que, al no disponer de altavoces mediáticos, no logran hacer tanto ruido.

Cuando empezó esta suave desaceleración económica, los optimistas (es decir, los imbéciles) aseguraban que las crisis tenían su lado bueno. Porque las crisis, decían, limpiaban el mercado de farsantes y especuladores. Eso sería verdad si (a) el Universo fuese justo y (b) la crisis no fuese culpa precisamente de los farsantes y los especuladores.

Entiendo que las productoras y los periódicos pierdan los nervios y lancen voces de alarma. Lo que me molesta es que los medios y quienes les proveen de contenido sugieran que su desaparición supone un enorme drama social en virtud de no sé qué principio democrático del que sólo echan mano cuando los números se vuelven rojos.

Si cierra un periódico, una productora de contenidos o una cadena de televisión lo lamentaré por los trabajadores, por supuesto, como lo lamento cuando cierra una fábrica de coches o una panadería. Pero no siento que la calidad democrática de nuestro país merme si cierra uno, dos, cuatro periódicos porque no siento que, hoy por hoy, ninguno de ellos contribuya a la calidad democrática, a la libertad de expresión o a la pedagogía política. No siento que ninguna productora o televisión española nos haga más libres, cultos, educados, no siento que ningún medio de comunicación fomente la crítica, la disidencia o apueste por la tan cacareada sociedad del conocimiento. Más bien al contrario; considero que fomentan el adoctrinamiento, la obediencia y la dulce y suave filosofía del bienpensar.

Más en este artículo de José Antonio Pérez.