Anoche acabó la novena edición de Gran Hermano. Por razones de trabajo, sólo he podido ver alguna que otra gala de los jueves y el debate de los domingos con el comodín Jordi González y las realitypsicosocioanalistas Carmen Alcaide, Lydia Lozano y Belén Rodríguez (las 'chonis'), a las que en esta edición se les ha sumado Maxim Huerta (a estos cuatro habría que darles de comer aparte).

No me miren con esa cara de "¿me estás diciendo que ves Gran Hermano?". Si les digo la verdad, no lo sigo demasiado, pero es cierto que lo veo y me entretiene. Y es la primera vez en muchos años que este programa me entretiene. Los últimos años no sólo no me entretenía, sino que me creaba un dolor de cabeza y un estrés insoportables. Sin embargo, este año, Gran Hermano ha conseguido lo que cabría esperar de él: que te entretenga, sin más, sin complicarte demasiado la vida.

He de decir que este año me ha encantado Gran Hermano. Sinceramente, no creo que piensen como yo los directores del programa ni los encargados de la selección de los concursantes, que deben de estar mandando su curriculum a otro sitio. Un año más, Gran Hermano se propuso juntar a lo mejorcito de cada casa, a lo más rebuscado de la bazofia social de este país, a las personalidades más distintas que, al juntarse, chocasen irremediablemente dando como resultado la mayor basura televisiva que se ha hecho en mucho tiempo. Y hemos de reconocer que se lo curraron, ya que este año había de todo: dos soldados, un transexual, una ciega, un musulmán, una gótica, el novio de una reportera del Tomate, un italiano, dos hermanas que no se conocían, un cantante que sólo estaba allí porque una de las concursantes (que, por cierto, concursaba conjuntamente con su hermana) andaba buscándolo desde que lo vio en los castings de 'Factor X', etc. Entre toda esta gente, por supuesto, guapos y guapas para animar un poco el cotarro. Ya olía a sangre. Aquello prometía.

Sin embargo, al equipo de Gran Hermano les salió el tiro por la culata y resulta que metieron en el programa a las personas más pacientes, educadas, tolerantes, respetuosas y que mejor conviven de toda España. Quienes lo hayáis seguido, habréis visto que apenas ha habido peleas o discusiones rompetímpanos, como otros años. Y de hecho, las pocas que ha habido se han solucionado con uno de los implicados pidiendo perdón al otro o con un sensato y diplomático "está claro que no nos aguantamos, pero vamos a hacer todo lo posible por convivir sin problemas".

Los concursantes de este año nos han dado a todos una lección de civismo, de saber estar, de que el hecho de estar encerrados cien días no tiene por qué desembocar en un insoportable vómito verborreico. Rodrigo aguantó con cierta mesura que Melania y Piero se magrearan en sus narices, todo el mundo aguantó con mediana paciencia los desesperantes cabreos de Ángela, el novio de la reportera del Tomate salió sin querer hacer demasiado ruido y no dijo nada de su romance con la periodista, los pequeños grupos se trataron entre ellos con un respeto y una educación admirables. El único cáncer fue Amor, la transexual, que intentó tirarse a todo lo que se movía e insultó y discutió con casi todos. ¿Resultado? Nominada y fue la primera en irse. Y no por ser transexual, sino por ser simple y llanamente imbécil.

La convivencia entre todos los concursantes no fue especialmente amistosa, pero fue pacífica, y ahí está el mérito. Ante tan pacífica convivencia, la audiencia comenzó a caer estrepitosamente. Y entonces el equipo de Gran Hermano empezó a improvisar de manera desesperada: metieron a un actor para desestabilizar, volvieron a meter a Amor en la casa (devolviendo al cáncer a la jaula), etc. Los guionistas ya no sabían qué hacer para que allí empezaran a llover ostias. Hicieron de todo, pero nada sirvió. El actor duró poco en la casa; Amor, a la que ya no aguantaba ni el público, fue expulsada poco después, y de nuevo la casa volvió al equilibrio y el respeto mutuo. Incluso cuando Andalla, tras ser preguntado, mostró su rechazo hacia los homosexuales, nadie le gritó ni pidió que le echasen de la casa (bueno, los programas de televisión sí lo hicieron), sino que, con la máxima educación del mundo, le rebatieron y ofrecieron sus propios argumentos, a los que éste se oponía con la misma educación, serenidad y respeto. Ni siquiera este incidente (que él no lo buscó, sino que se produjo al ser directamente preguntado) mermó su buena reputación en la casa.

En la gala final de anoche (y en las anteriores), todos los concursantes han admitido sin problemas qué compañeros les caían mejor y peor y a cuáles soportaban más o menos, pero todos han coincidido en el respeto mutuo y en pedir perdón por adelantado por los errores que hayan podido cometer.

Pese a la controversia que buscaba Gran Hermano, los concursantes de esta edición han demostrado que un musulmán, una transexual, una gótica sexóloga, una ciega, un italiano, una modosita, un chuloputas y dos soldados (entre muchos otros) pueden vivir cien días encerrados en una casa sin romper unas leyes mínimas de convivencia.

La tolerancia y el respeto no se demuestran con discursos, sino con la convivencia. Y esta gente lo ha demostrado aun en una situación límite: encerrados cien días en una casa. Por suerte, muchas veces la sociedad va por delante de quienes pretenden guiarla.

P.D.: Ah, por cierto, ha ganado Judith.