Como muchos ya sabréis, los periodistas no sólo vivimos de la incesante e intrépida búsqueda de la noticia, del imperioso contraste de fuentes ni de llegar allá donde la noticia apenas se deja ver. Gran parte de nuestro sueldo (al menos del de los periodistas provinciales) procede de los especiales publicitarios y publirreportajes que hacemos. Es un hecho ya aceptado y admitido.

Lo cierto es que servidor es un pésimo publirreportero y ésa ha sido siempre mi cruz. Como decía antes, de ahí sale una parte muy importante de mi sueldo, y, llegado el momento, he aceptado sin excesivos dramas que a menudo tenga que hacer publirreportajes carentes por completo de rigor y autonomía periodística. Además, por lo general los publirreportajes suelen ir bien señalados (menos los publirreportajes disfrazados de reportajes a secas), con lo que tampoco hay demasiado problema. Algunos de los problemas vienen cuando el anunciante en cuestión considera que los taitantos euros que ha pagado le dan derecho a supervisar todo el proceso de escritura, a corregirte cuestiones de estilo periodístico y a pedirte que le hagas la cama por las mañanas. Es entonces cuando empieza la bronca en la que intentas hacerle ver al cliente que tu trabajo no es fregarle el piso, que tu trabajo es el de la información rigurosa y que tienes mejores formas de perder el tiempo que haciéndole de secretaria. Que, obviamente, a cambio de una cantidad de dinero le estás haciendo un reportaje comercial, pero que los cuatro duros que te paga no equivalen a tu sumisión. Y si no le gusta, que se haga un gabinete de prensa.

Pero una de las mayores cuestiones acerca de los publirreportajes nos llega cuando nos planteamos: ¿Firmar o no firmar?

Sin duda, lo peor de los publirreportajes -al menos para mí- es tener que firmarlos. No tengo mayor problema (bueno, sí que lo tengo, pero me resigno) en tener que hacer publirreportajes, pero estampar mi firma ahí me parece demasiado. En primer lugar, porque no se trata de un artículo periodístico, ni está escrito desde el rigor, la autonomía, la objetividad y el criterio necesarios. No se enmarca dentro de la tarea primordial de un periodista, con lo que sus datos no me parecen necesarios.

Cierto es que hay periodistas que, a pesar de tener que 'doblegarse', saben darle a un publirreportaje ese toque suyo, esa autonomía o esa forma particular de hacer las cosas, y ésos sí merecen estampar su firma, porque, a pesar de las consecuencias, han sabido hacer un buen reportaje. Incluso, por qué no, algunos de estos periodistas podrían acabar en gabinetes de prensa o como reporteros exclusivos de especiales publicitarios, una tarea tan honrosa como la otra. Servidor, por desgracia, siempre ha sido un zoquete en este apartado.

Hay una concejal del Ayuntamiento de Ciudad Real que siempre me dice que sabe reconocer mis publirreportajes porque reconoce mi forma de escribir (qué me dices, qué avidez), y no digo que no reconozca palabras que normalmente yo suela usar, pero en rara ocasión habrá notado mi forma de escribir en un reportaje. Y es que el segundo motivo por el que suelo negarme a firmar los publirreportajes es porque el anunciante no sólo puede corregirte cuando te has equivocado al ofrecer unos datos o cuando no estás destacando lo que él quiere, sino que su mano llega incluso a 'corregir' tu estilo y tu forma de escribir. Es por ello que en ocasiones -al menos a mí me pasa; a otros muchos redactores mejores que yo, no- el publirreportaje final no tiene nada que ver con lo que el redactor pensó hacer en un principio, con lo que no parece muy inteligente darle a ese artículo una firma. Por no hablar del 'engaño' al que sometes a tus lectores cuando les endiñas un publirreportaje.

Uno de los conceptos más básicos e importantes que maneja un periodista es el de la confianza que los lectores depositan en él, una confianza que viene dada por su propia firma. Y si empezamos por corromper la firma, acabaremos por corromper la confianza del lector.

Y ése es un lujo que ninguno deberíamos permitirnos.