La semana pasada estuve en Radio Daimiel (Ciudad Real) hablando con algunos compañeros sobre los medios de comunicación. La autocrítica periodística era uno de los aspectos más tratados: hasta qué punto hacen bien los periodistas su trabajo, cuánto compromiso hay, cuántas horas, qué se contrasta, qué no, qué imagen se da a los ciudadanos del trabajo en los medios de comunicación... Todos ellos temas muy interesantes, pero también muy mascados. Demasiado, quizás.

También era importante hablar de la postura de los ciudadanos frente a los medios y, sobre todo, frente a la comunicación como concepto más global. Y es que los ciudadanos nos quejamos a menudo del mal trabajo de algunos medios, de sus intereses privados o de cualquier otra cosa, pero también deberíamos replantearnos el modelo desde el que nos acercamos a la información.

Y es que si partimos de que mucha gente lee el periódico en los diez minutos en que se toma el café, ya empezamos mal. Pese a que mucha gente se lo tome así, el hecho de informarse nunca puede durar diez minutos, ni ser el complemento o entretenimiento de otra actividad. Ahora más que nunca, informarse requiere de un tiempo considerable. En primer lugar, porque la primera versión que uno escucha seguramente no sea fiable al 100%: intereses del medio en cuestión, falta de tiempo de los periodistas por su precariedad... sea por el motivo que sea, es difícil que el primer medio que encontremos nos cuente algo de la mejor forma. En segundo lugar, porque la sociedad de la información nos ha traído una especialización de los contenidos: lo que en El País lo vemos en dos columnitas, lo podremos ver muy ampliado en otros medios más especializados, siempre teniendo detrás una considerable labor investigadora. Que los medios no investiguen las noticias no es excusa para que los ciudadanos no investiguemos las distintas versiones de una noticia que dan los medios.

Es obvio que toda esta tarea nos llevará mucho tiempo, pero nadie dijo que informarse fuese fácil.

Por otro lado, también tendríamos que reflexionar sobre qué buscamos al informarnos. Y es que, ante todo, hay que evitar leer, oír o ver lo que queremos leer, oír o ver. Eso, además de autocomplacencia, es un ejercicio de vaguedad y desinformación tremendo. No nos engañemos: si nos informamos bien, es probable que acabemos sabiendo que el político al que votamos es un corrupto, o que cierta institución nos está timando, o que un grupo social no sólo nos saca el dinero sino que además se ríe de nosotros a diario... Informarse bien trae consigo la mayoría de las veces una inevitable sensación de angustia o incluso de asco. El ciudadano más feliz es el que no está informado. Es necesario, por tanto, informarnos intentando leer lo que en realidad pasa, no lo que queremos que nos cuenten.

Es obvio que toda esta tarea nos traerá un sinfín de disgustos y decepciones, pero nadie dijo que informarse fuese agradable.