Hace pocas semanas, en una entrevista con Enrique Dans, éste me decía: "En política hemos llegado a un nivel de tolerancia con la inmoralidad que asusta". Se refería a la supuesta incompatibilidad de Ángeles González-Sinde con el cargo de ministra de Cultura y al incremento de las subvenciones al cine en más de un 100%.

A diario tenemos ejemplos claros de esta tolerancia con la inmoralidad y, si me lo permiten, incluso con la corrupción. El último ejemplo ha sido el de la definitiva imputación y llegada a juicio de Francisco Camps por la operación Gürtel. El presidente de la Comunidad Valenciana ha recibido el apoyo público de todos sus compañeros, algo medianamente esperable y que no sorprende a casi nadie, ya que el objetivo es cerrar filas en torno a él. Sí me sorprende más que lo defiendan algunos votantes del PP, muchos de los cuales estarán con él incluso aunque sea condenado. Obviamente, esto no sólo pasa en el PP, sino que el PSOE siempre ha tenido también sus buenas dosis de corrupción apoyada y casi alabada.

Lo sorprendente en sí ya no es que un ciudadano apoye a un político inmoral y corrupto, sino los argumentos que dan para ello. Los hay de dos tipos:

- El negacionista. Dícese de aquella persona ala que le da exactamente igual que le presenten las pruebas del delito claras, evidentes, compulsadas y hasta con un lazo; él siempre negará la existencia del delito y señalará con su dedo acusador al partido político rival o a los medios de comunicación no afines, culpables todos ellos de una campaña de desprestigio que ha terminado fulminando a nuestro político. Da igual que nuestri ilustre defendido incluso reconozca su culpa; es inocente y sanseacabó.

- El posicionista. El posicionista puede serlo desde el principio o puede que sea un negacionista que cambió de opción cuando el político confesó su culpa. El posicionista no niega el delito cometido por su político, pero no le parece ni mucho menos condenable. Es más, los del partido contrario han hecho lo mismo e incluso más veces que los nuestros. Da igual que nuestro defendido haya robado 100 millones, porque los rivales robaron 101. Y si no los robaron, lo habrían hecho si hubiesen podido. Total, que entre unos y otros, la casa sin barrer.

Parece que la política se ha convertido en una cuestión de orgullo, en la que, además, casi ningún ciudadano es capaz de reconocer sus errores, de sentirse defraudado públicamente con un político o de actuar en consecuencia. Siempre decimos que los políticos no nos dan la opción de decirles lo que tienen que hacer y de juzgarles por lo que hacen. El problema es que, a la vista de los hechos, son muchos los ciudadanos que prefieren no juzgar a nadie y mirar para otro lado. Ya haremos algo en las próximas elecciones, si eso. Pero hasta entonces, a mí no me comas la cabeza.

Antes los políticos contrataban a gente que se encargaba de gestionarle los trapos sucios. Ahora ya no hace falta: los trapos sucios se los lavamos los propios ciudadanos.