No pasa mucho tiempo hasta que se aproxima un individuo de entre 40 y 50 años con el torso desnudo y la cabeza rapada. Reparo en su colgante: el diente de algún animal de gran tamaño. Tras saludarnos, aparecen detrás de él varios chavales armados con pistolas automáticas y fusiles de asalto. Mi primera reacción es la de agachar la cabeza, llevarme las manos a la nuca e hincarme de rodillas ante ellos. Irracionalmente les doy la espalda porque no soporto la imagen de las pistolas encañonándome. El miedo me invade. Tengo frente a mí al dueño del local sentado en una silla, en estado de pánico.

El hombre del colgante, el líder, me levanta del suelo. Todos hablan y gritan al mismo tiempo. Tengo una pistola de gran calibre contra la sien. Reconozco dos subfusiles UZI. Todos son muy jóvenes. Dos chavales me registran. El jefe se dirige a mí:

-Ahora nos vas a decir quién eres y qué andas haciendo aquí.

-Soy periodista y he venido a hablar con algunos vecinos de lo que ha pasado durante el fin de semana. El portugués se me anuda en la garganta por el miedo.

-Como estés mintiendo te matamos aquí mismo.

De la cartera extraen mi acreditación como periodista y mi DNI español. El rapado estudia la documentación mientras algunos de los narcos abogan a gritos por ejecutarme en el momento. "Sacadlo de ahí y llevadlo al centro de la plaza", resuelve el jefe. Mientras me empujan, uno de los chavales me dice al oído: "Si eres uno de esos periodistas que mandan reportajes sobre nosotros... vete preparando". Un sudor frío me recorre la espalda.

Más en este reportaje de El País. El periodista Francho Barón entra en la favela en la que hace días unos narcotraficantes derribaron a tiros un helicóptero de la policía de Río de Janeiro.