En muchísimas ocasiones es de absolutos necios querer empezar y continuar con tus más acérrimos enemigos una batalla que desde el principio sabes que está perdida. Aunque sigue habiendo cabezones y cerriles por todos sitios, parece que lo más lógico -y lo más inteligente- es intentar un acercamiento con tu enemigo y acabar pasándolo a tus filas.

Hace unos años tuvimos varios buenos ejemplos en plena efervescencia del hackerismo hippie (no los hackers cabrones que se dedicaban a jodernos el ordenador, sino los que se dedicaban a asaltar bases de datos de grandes empresas, bancos, etc.). En esta época, las grandes empresas, hartas de que el cabrón de turno se dedicase a complicarles la vida, se ponían en contacto con él y le ofrecían un suculento sueldo no sólo por dejar de boicotearles, sino además para trabajar para ellos velando por su seguridad y evitando posibles nuevos ataques.

Pues bien, ésta es una práctica que se lleva a cabo prácticamente en todas las parcelas de la vida. Y el periodismo, cómo no, es una de ellas. Todo político cabrón de turno tiene también a su periodista cabrón de turno. Al político le encantaría ver al periodista volar en pedazos no sólo porque le esté perjudicando, sino porque además sabe que lo está haciendo sin malas artes, sino con un excelente trabajo, sin faltar en ningún momento a la verdad y dejando en cueros la vergüenza -o desvergüenza- del político. Así las cosas, el político intenta llevar a cabo una lucha a muerte con el periodista. Esta batalla, más que una batalla en sí, será una prueba de fuego para el periodista: si pierde, el político sabrá que su hegemonía está a salvo; no obstante, si el periodista continúa ganando, el político sabrá que tiene ante sí a un enemigo ante el que sólo cabe rendirse y pedirle matrimonio laboral.

Es así como el político decide hacerle al periodista una suculenta oferta para que trabaje en su gabinete de comunicación. Con esta acción, el político consigue dos cosas, una legítima y otra no tanto: la legítima es que mete en sus filas a uno de los mejores profesionales, al que más sabe de la parcela (cultura, política, economía, turismo...) que trata el político, ya que el periodista lleva años informándose de eso... en definitiva, el político ha escogido a la persona que de manera más eficiente puede trabajar en su gabinete de prensa y comunicación. El otro logro, algo menos legítimo, es que el político ha conseguido tener calladito y de su parte a quien hasta entonces venía siendo una amenaza. Antes hablábamos de los hackers, que pasaban de no cobrar un duro por joder a las empresas a cobrar una pasta por protegerlas. No se vayan a creer: los periodistas cobramos muy poquito más que los hackers (que no cobran un duro), de modo que, como el político hace uso de un dinero público, le ofrece al periodista el doble de su sueldo por hacer un trabajo el doble de fácil y la mitad de laborioso. Y el periodista, que no es de piedra, acepta.

Y todos contentos. ¿O no?

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