Un artista siempre comienza una obra como suya propia. Sin embargo, desde el mismo momento en que se publica o, de un modo u otro, la da a conocer del público, la pone a disposición de éste, que se convierte casi en el dueño absoluto de su cuadro, su poema o su canción. Esto pasa mucho, sobre todo, en la música.
Es curioso ahondar en el proceso de creación de una obra de arte. Y es que, salvo raras excepciones de creaciones de encargo o fruto de un mero ejercicio artístico, una obra suele llevar dentro de sí gran parte del universo interior de su creador: sus miedos, sus pasiones, sus delirios, sus amores y desamores, sus sueños y vigilias... El artista da rienda suelta a todo su espíritu para dar a luz a una obra de arte. Sin embargo, en el mismo momento en que ésta sale a la calle se convierte casi en un producto destinado al misterioso juicio y agrado (o desagrado) del público.
Por ello, a servidor siempre le ha llamado la atención pensar en aquellas canciones que aquel músico escribió cuando estaba enamorado, dando lugar a la canción más bonita del mundo, o cuando estaba inmerso en una profunda depresión, dando lugar a la más triste. Es probable que este músico, una vez pasado el tiempo y finalizado su amor o tristeza, vea aquella canción, escuche detenidamente esa letra y se horrorice y se pregunte en qué carajo estaba pensando cuando creó esa moñez o ese recetario para suicidas. Si un artista es muy celoso de enterrar su pasado, es probable que se le revuelvan las tripas al ver que una canción con la que él ahora vomitaría, en su momento se convirtió en un auténtico éxito. La mayoría de artistas procura no pensar demasiado en esto (o eso dicen) y prefieren asumir que la canción deja de ser suya en cuanto sale del estudio. Sin embargo, sigue habiendo ejemplos de artistas muy celosos de sus canciones. Hace poco, hablando con Manolo García, me comentaba que hay canciones que el público adora y que se las pide en todos los conciertos, pero que él se niega a tocarlas porque han dejado de gustarle. Este cantante valoraba el hecho de que la gente se adueñe de las canciones, pero defendía su autonomía creativa y aseguraba que él es el unico que decide qué canciones se tocan en directo y cuáles no, al margen de lo que quiera la gente.
Fuera de España hay varios ejemplos más. Por ejemplo, REM nunca ha tocado en directo Shiny Happy People, uno de sus mayores éxitos junto con Losing my religion. Michael Stipe, líder de la banda, siempre ha dicho que odia esa canción y que parece escrita por un niño de seis años. Algo parecido le pasa a Liam Gallagher, co-líder de Oasis, un rockero (o eso dice él) atormentado al que le asquea reescuchar canciones como Wonderwall, un tema al que a día de hoy le tiene auténtica tirria.
Al margen de las opiniones de Michael Stipe o -sobre todo- de Liam Gallagher, que parecen más guiadas por la excenticidad que por otra cosa, lo cierto es que a un artista, que seguramente dedique muchas horas a componer, puede resultarle odioso que la gente adore una canción en la que a lo mejor no invirtió más de cinco minutos y en la que incluyó una letra rancia, moña y detestable. Esta situación se hacen aún más odiosa si el artista piensa en aquella Cara B que hizo todo ilusionado, con su letra más cuidada y los acordes más finos, y con la que sus fans se limpian generalmente el culo.
Y es que, aunque está claro que un artista compone para sí mismo pero también para los demás (si no no publicaría sus obras), ¿se desprende de la pertenencia de su obra en cuanto ésta sale a la calle? ¿No es un poco duro que sea el público -muchas veces cruel- el que tenga en sus manos estas obras? ¿Son los gustos de los fans acordes a los de sus artistas preferidos?
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