Lo natural es parir con dolor, morirse antes de cumplir los 30 años, la suciedad, la enfermedad. Lo natural es que uno de cada diez niños no sobreviva al parto, que una de cada veinte madres fallezca al dar a luz. Lo natural es que sólo sobrevivan los más fuertes, que los miopes no lean. Nada más natural que el sarampión, que el cáncer, que la caries, que la peste, que la malaria.
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El miedo también es natural, otra estrategia genética de supervivencia. Y de él nace una forma de miedo más refinada, que es la superstición. Veinte siglos de Iglesia Católica nos contemplan en defensa de lo natural, del orden establecido, de la comodidad de los márgenes explorados del conocimiento, del dogma contra la razón. La mala noticia es que vamos para atrás; antes había al menos espacio para la duda. “Porque, no pudiendo en manera alguna la verdad oponerse a la verdad, necesariamente ha de estar equivocada o la interpretación que se da a las palabras sagradas o la parte contraria”, admitía León XIII sobre las contradicciones entre los descubrimientos de la ciencia y la fe católica en su encíclica Providentissimus Deus, en 1893. Un siglo largo después, la doctrina vaticana se ha vuelto mucho más inflexible.

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