En este estado catatónico, a nadie se le ocurría que España podía perder. No ya por su juego de toque y potencia, no ya por su trayectoria ascendente y esperanzadora, ni siquiera por su máximo goleador. No. El pueblo confiaba en la victoria de la Roja por el vaticinio infalible del Pulpo Paul, oráculo alemán que desde una pecera daba la victoria a uno u otro equipo, hasta ahora con una magistral precisión. Por supuesto, para la final sentenció a Holanda mucho antes de que comenzase el trascendental partido.
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Algunos incrédulos, recurriendo a la más estricta racionalidad, planteaban que Paul no podía distinguir colores, que aquel insignificante pulpito tenía la inteligencia de un mosquito, y que la casualidad y la manipulación se daban la mano para dar sentido a este fenómeno. Sin embargo, ninguno de los acólitos de este animalito se planteó esta tremenda tontería, porque desde luego conocían de sobra la ignorancia de Paul, y tanto que la conocían. Ninguno de sus numerosos seguidores se planteó esto porque todos - aunque no se detuviesen a analizarlo, aunque no lo verbalicen, aunque no lo expresen abiertamente -, todos sabían que Paul abría las puertas de lo trascendente y de lo inexplicablemente espiritual. En el subconsciente popular circula la certeza de que existe una realidad escondida para ellos, pero que existe.

Pensaba que no podía existir nada tan magnífico como el pulpo Paul. Pero lo hay. Vaya si lo hay.