De un modo u otro, la rebelión siempre ha estado en la mente de todos. A todos nos gusta sentirnos rebeldes en algún (o en todo) momento, desafiando el orden establecido y sintiéndonos perseguidos por según qué vigiladores que a menudo no son más que los propios fantasmas que queremos ver. (Pero ésa es otra historia.)

Según los años, los rebeldes lo han tenido más fácil o más difícil, según el enfoque. En los años del Franquismo, ser rebelde era difícil teniendo en cuenta que había que echarle un par (o dos), pero era extremadamente fácil teniendo en cuenta que apenas bastaba con vestirte diferente para echarte un viaje a la comisaría.

Con el paso de los años, las personas hemos seguido teniendo ese ansia de sentirnos rebeldes, pero la sensación de vivir en un bienestar perpetuo hizo desistir a muchos. Otros, efectivamente, se hicieron rebeldes, algo fácil si tenemos en cuenta lo sencillo que es repartir panfletos, pero tremendamente complicado si tenemos en cuenta que nadie te va a meter en el calabozo por ello. No obstante, por si hay alguien que se empeña en ser rebelde, los políticos no tienen ningún problema en otorgarle públicamente ese título, cuando en realidad éste no representa problema alguno para el poder. Son los llamados enemigos cómodos. No entrañarían peligro ni aunque de ello dependiesen sus vidas, pero mucho mejor si les hacemos pensar que son unos rebeldes; así se acomodarán en su rebeldía de postal y no se pararán a pensar si en realidad no les estamos tomando el pelo. El que ideó esta estrategia es el mismo que te habla de una vida demasiado fácil en la que la rebelión no tiene ningún sentido. Es una moneda de dos caras: por un lado, intentamos disuadirte de toda rebelión. Por otro lado, y si te empeñas en ser un rebelde, te señalamos con el dedo dos o tres veces para que te sientas un rebelde molón, te acomodes en tu personaje y no te pongas a darnos verdaderos problemas.

Lo malo es que últimamente alguien parece empeñado en conseguir que rebelarse sea, de nuevo, algo sencillo. Vivimos en ciudades en las que está prohibido beber en la calle, saltar, correr, repartir octavillas, manifestarse... Y con esta galería de prohibiciones absurdas, resulta que ahora se tarda menos en ser rebelde que en comprar el pan. Y si hasta hace poco éramos unos niños de papá que jugaban a ser revolucionarios, ¡ahora va a resultar que somos unos rebeldes de verdad! Basta con beberte una litrona en la calle para convertirte en un antisistema. Así de fácil.

No obstante, ya nos engañaron en su momento y nos hicieron creer que éramos unos rebeldes, cuando en realidad no pasábamos de fantoches. ¿Estará pasando ahora lo mismo? ¿Habrá peligros mayores que los políticos prefieren tapar intentando cabrearnos con tonterías absurdas?

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Es muy probable que sí.